Sobre la intimidad

Un hombre me cuenta que su mujer cuestiona todas sus decisiones “como si fuera tonto”. Le desacredita ante sus hijos, su familia y amigos: “anda deja, que ya lo hago yo”. En las discusiones le insulta y le amenaza continuamente con dejarlo. “Yo sé que en el fondo me quiere”. “Yo no podría vivir sin ella”.

 

Una mujer se queja con resignación de su soledad y sobrecarga con el trabajo, la casa y la crianza de sus hijos muy pequeños. Me cuenta que el trabajo que desempeña su marido es muy importante y que no tiene tiempo de atenderla. Que siempre ha sido así, que no puede pedirle que cambie porque ella ya lo sabía cuando se conocieron. Contemplo como está eligiendo deprimirse antes de cuestionarse la relación con su pareja.

 

Un chaval joven me habla de la insatisfacción de sus encuentros con su novia. “Nunca quiere que quedemos a solas, siempre estamos rodeados de amigos”. “Cuando le digo de hacer algún plan juntos me dice que se aburre”. “No puedo ni besarla en público”. “Me da la sensación de que no le gusto aunque ella dice que me quiere”. Él la quiere con locura y obvia sus necesidades por continuar con ella.

Éstas son historias de pareja. Historias de amor.

Y si miramos a nuestro alrededor encontramos otras muchas donde se ha instalado el control, el aburrimiento, el engaño, el desinterés, la humillación, la prepotencia, la soledad, la agresividad o la sumisión.

Y en todas ellas hay amor. Pero creo que, en esto podemos estar de acuerdo, este amor, en términos de salud mental, no es sano.

En nuestra sociedad occidental hablamos de amor muy a menudo y con mucha ligereza. Es una de las motivaciones más importantes, encontrar y vivir en pareja. Compartimos el mito de que para realizarnos tenemos que encontrar “el amor verdadero”, “el hombre o la mujer de nuestra vida”, “nuestra media naranja”… convirtiendo la experiencia amorosa en un destino, una suerte de azar, una cárcel o una cuestión frutícola. Y es que nuestra cuestionable educación amorosa nos enseña que es preferible estar mal acompañado antes que solo. Los que tienen pareja son “exitosos” y los que no son “sospechosos” o “fracasan”.

Toda nuestra cultura nos empuja a esta creencia: la literatura, la televisión, las películas, las canciones… Y así Amaral nos canta con profunda emoción: “Sin ti no soy nada…”

Pero es importante que sepamos que podemos vivir sin pareja, que es una opción legítima, sana. Y, sobre todo, que es mejor vivir sin amor que con un mal amor. Pero que si somos afortunados y habilidosos, una buena relación amorosa es una muy buena forma de vivir.

Hay distintos componentes en lo que llamamos amor romántico: la pasión, el compromiso, la atracción, el interés, la intimidad… Yo voy a reflexionar hoy sobre la intimidad.

Y al pronunciar la palabra me viene otra muy similar: “intimidar”. Y me lleva a pensar: ¿por qué intimidad e intimidar se parecen tanto? Hay, para mí, un eco que las dos comparten, más allá de la etimología. Esta similitud de las palabras en castellano parece sugerirnos que si nos acercamos lo suficiente, por una parte corremos peligro, y al mismo tiempo podemos encontrarnos más profundamente con el otro.

Porque es verdad que cuanto más cerca estoy puedo recibir más daño (no es casual que la distancia física que solemos encontrar cómoda para hablar con alguien sea aquella en la que justo su brazo no llegaría a tocarme). Pero a la vez la intimidad requiere encuentro y cercanía. Entonces, parece inevitable que la intimidad requiere asumir el riesgo de ser dañados… Si pensamos en nuestras relaciones íntimas, sabemos de las personas que mejor podrían dañarnos si tuvieran la intención. Conocen nuestros secretos, nuestras debilidades, les dejamos una parte de nuestro corazón y miramos cómo la tratan con cuidado. Pero ¿cómo no temer mientras otro toca nuestro corazón?

El miedo es una reacción natural. Nacemos dotados del miedo, preparados para ir afrontando los peligros del mundo, algo completamente imprescindible para sobrevivir. Y, a la vez, el miedo lo vamos aprendiendo, nos lo va enseñando la vida mientras crecemos: nuestros padres nos dan un primer modelo de lo que resulta y lo que no peligroso, un modelo que luego se irá matizando y enriqueciendo al madurar. No es necesario que los padres digan al niño lo que puede ser dañino, porque el niño resuena naturalmente con su sentir: Si detecta una tensión en la voz, una vacilación, una rigidez en sus cuerpos ante la cercanía física, ante una caricia o ante determinados temas, aprenderá intuitivamente que ahí hay peligro, y tratará de protegerse.

Os invito ahora a que reflexionéis sobre esto: “¿cuál es mi manera específica de asustarme ante la cercanía del otro? ¿Ante su cercanía física, emocional, intelectual? ¿Cómo reacciona mi cuerpo, mi mente, mi emoción? ¿Qué modelo he recibido de todo esto?… Es importante entender que el miedo al contacto con otro se construye: cada época y cada cultura construyen miedos diferentes. Y una familia es, a pequeña escala, una cultura diferenciada.

Y así, cada uno de nosotros tenemos una historia del miedo que hemos construido en contacto con el mundo. Una historia que es importante reconocer, porque así podemos salir de los automatismos que nos atrapan bajo lo que nos resulta “lo lógico”, o “lo natural”. Igual que el niño, que ve a su madre tensa ante un perrito, no puede más que concluir que el perrito es peligroso, los aprendizajes automatizados nos impiden distinguir entre el miedo, que es un sentimiento, y el peligro, que es un hecho real.

Acercarnos al otro, un deseo que también es simultáneamente innato y construido, requiere entonces gestionar el miedo.

Hay muchas maneras de intentar manejar esta dialéctica deseo/temor de acercarse al otro. Para algunas personas, la respuesta será, simplemente, no vincularse y mitificar la independencia, o bien vincularse en muchas relaciones superficiales en las que no se pondrá nada valioso en juego. Para otras la respuesta será aferrarse, utilizar el miedo como lazo, en una relación de dependencia en la que el temor a perder al otro se magnificará.

Pero creo que resulta fundamental entender que esta dialéctica, esta tensión entre el deseo de acercarse al otro y el temor de ser dañado, por mucho que nos digan las películas románticas o los cuentos… no puede desaparecer. No se trata de encontrar el punto en el que no habrá ningún peligro, porque en ese punto desaparecerá también el deseo. Se trata de aprender a manejar ambos a la vez.

Entonces, siendo que “intimar intimida”, la construcción de la intimidad entraña un proceso en el que el miedo va convirtiéndose progresivamente, en las dos partes, en un vínculo seguro, en el que la confianza va estando más y más presente: la confianza de que mi ser está en buenas manos, y de que el otro no me dañará. Pero caeríamos en una idea ingenua pensando que la intimidad es el final feliz del viaje: la confianza es un camino en permanente creación. No es un estado, algo fijo e inamovible, es un proceso que se va tejiendo día a día. Somos heridos, decepcionados, frustrados, tanto más por alguien querido, y en la medida que podemos ir atravesándolo con el otro, compartiéndolo mutuamente, el vínculo íntimo se fortalecerá. Más allá de que esos momentos, inevitablemente, se den, necesitamos poder confiar en que la intención y el compromiso de no dañarme (y viceversa) están en la base de la relación.

Pero no con cualquiera puedo construir algo así. Supone elegir bien a la persona o personas a las que entregar algo tan delicado como es nuestro ser íntimo. Esto que dicho así suena fácil no resulta tanto. Al iniciar una relación amorosa normalmente ambas partes muestran lo mejor de sí: “mira que maja soy, arriésgate, vale la pena”, dejando fuera de la vista aspectos más sombríos. El enamoramiento en un primer momento nos deja ciegos y, muchas veces, excesivamente tolerantes con las características de la otra persona que me disgustan o molestan. Y cuando el amor se instala, arraigado en las creencias y los ideales que tenemos sobre él, resulta complicado salir de ahí.

Me encuentro con personas que me dicen: “es que soy demasiado exigente, por eso no encuentro pareja o la mía no me satisface”. Y es verdad que llevada al extremo la exigencia es una trampa que nos deja solos e insatisfechos. Pero la exigencia es también una virtud. Si no está corremos el riesgo de conformarnos con poca cosa, de resignarnos en relaciones que nos empobrecen y no nos sirven para crecer. Necesitamos ser exigentes con las relaciones íntimas que establecemos, poner condiciones: yo quiero sentirme querida (no sólo serlo), quiero sentirme cuidada y que me dejen espacio para cuidar, quiero sentirme respetada, aun en los aspectos que la otra persona no entiende o no comparte, y también quiero que el otro me ponga límites y se haga respetar. Quiero sentir el interés del otro por mí y por mis cosas y quiero que lo suyo me resulte interesante, al menos la mayor parte. Quiero sentirme deseada y desear. Quiero que no me asuste y no quiero intimidarle.

¡Cuántas cosas quiero! Y aun se me ocurren algunas más…

Pero es que las quiero. No soy ilusa, tengo experiencia y sé que no es fácil, que supone un aprendizaje para los dos partes. Sólo podemos querer desde cómo somos cada uno. Y el afecto no va ligado sine quanun al respeto, al compromiso, al interés… Y construir una relación implica cultivar cada parte. Ir construyendo algo suficientemente sólido, flexible y gustoso que valga la pena. Podría resumir lo que quiero en una frase dicha a dos voces: “Me importa tu bienestar y estoy por ti”.

Pero claro, no es un camino fácil. No se nos educa para amar y ser amados. Se da por hecho que tenemos la capacidad y la habilidad necesarias para hacerlo. Y generalmente vamos a tientas, intentando manejarnos lo mejor posible, aunque muchas veces no es suficiente.

Todos y todas estamos llenos de condicionantes a los que podemos poner conciencia, atender y revisar:

  • Los tipos de vínculos y los estilos de apego que hemos adquirido en la infancia. Y que si no revisamos e intentamos superar nos van a condicionar a lo largo de nuestra vida.
  • Los modelos culturales que vamos adquiriendo, no sólo en nuestra familia, sino a través del grupo de iguales, lecturas, películas, canciones, anuncios…
  • Porque la idea de amor romántico que se nos vende atenta, muchas veces, con la dignidad del ser humano.
  • La creencia que se convierte en mandato de que el estado ideal es tener pareja y de que si no lo consigo soy una fracasada o tengo alguna tara. Plantear, para mí y los otros, la vida en pareja como una opción no como una necesidad.
  • Los miedos e inseguridades que hemos ido acumulando a lo largo de nuestra historia relacional y amorosa. Entendiendo que una cosa es mi miedo y otra el riesgo real. Porque cada encuentro es diferente y único, y quizás, si conseguimos gestionar bien el miedo, podemos establecer relaciones de confianza e intimidad que valgan la pena.
  • Y en relación a ellos, nuestro concepto y autoestima. La percepción de lo que somos dignos o no de obtener en la vida. Cuanto más me conozca y más me acepte y aprecie como soy, menos riesgo correré de embarcarme en una relación pobre o dañina. No tendrán sentido para mí.
  • Nuestro entorno, las personas con las que nos relacionamos. No puedo elegir a mi familia, mis jefes o mis compañeros de trabajo. En todo caso, puedo tener algo de margen a la hora de implicarme con ellos y de intentar establecer una relación que, como mínimo, no me perjudique. Pero sí puedo elegir a mis amigos y a mis amantes. Cuanto más afín e interesante sea mi mundo social más numerosos y ricos serán los encuentros.

Al empezar a pensar sobre el tema de este artículo, dejándome llevar por las sensaciones y sentimientos que la palabra intimidad me suscitaron, escribí esto:

“¿Qué nos aportan las relaciones de intimidad?

Un refugio, un edredón de plumas cálido y ligero ante los rigores del invierno, un sostén para nuestro paso vacilante e inseguro, un menor contacto con la soledad, una oportunidad para la entrega profunda, para sentirnos útiles y con sentido, para hacernos más grandes al incluir al otro y ser incluidos.

La ligereza, momentánea sí, pero repetida, que sentimos cuando alguien nos da un brazo donde apoyarnos, e incluso –a veces- nos coge en brazos y comparte nuestro peso.

La fortaleza, momentánea sí, pero repetida, que sentimos al ofrecer nuestro brazo a otra persona para que se apoye, e incluso –a veces- cogerla en brazos y compartir su peso.

No todos los encuentros terminan siendo relaciones íntimas, pero éstas le dan sentido a la vida.

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